domingo, 8 de enero de 2012

"Cubos, cubos, ¡millones de cubitos en la sopa!"
Malcolm Lowry




1.
Llevo dos semanas sin dormir. Ni siquiera mi aburrido tomo de las Memorias de Lautréamont —libro de cabecera y somnífero infalible— funciona en estos casos. Tampoco aquella canción de cuna que siempre me hacía bostezar: "Despierta, amorosa llama de los días idos, descarnado esqueleto..." Lo cierto es que no tengo muchas ganas de leer que digamos, y dudo que alguna vez las recobre. Andrea (mi vecina nalgona, la que me cojo de vez en cuando) vino a buscarme hace un momento. Estuvo unos segundos pegada al timbre, mentándome la madre en clave Morse, arrojando piedritas a la ventana y gritando mi nombre como poseída. Luego se hartó y se fue. Lo más seguro es que venía a invitarme unos tacos y unos pulques en Coyoacán, o a lo mejor un toque de la mota que cultiva en la azotea de su casa con el mismo fervor analítico con el que un botánico cuidaría de sus crisantemos o sus margaritas. Da igual. La verdad es que no quise abrirle. Hoy tampoco tengo ganas de salir ni de ver a nadie: siento que mi odio por la humanidad ha llegado a su punto límite. Allá afuera hay un mundo ajeno que no me interesa descubrir. De hecho, si no fuera por las necesidades fisiológicas básicas, creo que ya ni siquiera me levantaría de la cama. ¿Con qué objeto, después de todo? Fácilmente podría enclaustrarme eternamente en estas cuatro paredes y convertirme en el náufrago lampiño de una isla imaginaria. A mis amigos no les causaría ninguna sorpresa, a mi familia tampoco. A fin de cuentas para ellos ya soy algo así como un extraño, un espectro, un caso perdido. Todo lo que necesito se encuentra al alcance de un leve movimiento: mis discos, mis cassettes, mi propia hierba, dos cuadritos de LSD, varias latas de cerveza, whiskey, libros (porque, aunque ya no lea, sirven muy bien para aplastar insectos), cigarros, plumines, una muñeca inflable, un monitor de televisión con la pantalla en estática, galletas, paletas y palomitas. Incluso tengo un cubo de Rubik que no consigo armar, al cual regreso con renovadas fuerzas, motivado por el mismo furor neurológico que me obliga a escribir estas líneas, aunque con escasas habilidad y paciencia... Pero no importa. Estoy seguro que Andrea volverá uno de estos días, cuando su novio le haya pegado o la haya insultado y ella quiera desquitarse cogiendo con quien sea. Casi puedo imaginarla. Apedreará los cristales de mi ventana, rayará las paredes de la entrada, incendiará el edificio hasta los cimientos, y todo con tal de decirme que ya fue suficiente, que sí, que no mame, que la vida continúa y que quién necesita dormir con días así de bonitos.


2.
Esto –sea lo que sea, no me atrevo ni siquiera a ponerle un nombre– no pretende ser un diario. Es en todo acaso un almanaque. Un anuario. Un vertedero. Paso demasiadas horas acostado en la cama, dándole vueltas sin sentido a mi cubo de Rubik, como para que tenga caso anotar el día a día. En cambio, el pasado parece muy basto desde aquí, rico en anécdotas totalmente intrascendentes pero tan estructuradas que dudo que alguna vez me hayan ocurrido. No hablo siquiera del pasado histórico ni de la remota infancia: lo que pasó hace no muchos meses, apenas en lo que abarca este año que está por morir, regresa durante mis horas ociosas revestido de una belleza especial. Cosas así pasan cuando combinas la introspección-retrospectiva propia de las drogas con la inactividad. Cosas como estas ocurren cuando tu familia se va de vacaciones sin ti y a pesar de tener la casa a entera disposición para hacer fiestas o vivir aventuras a lo Macaulay Culkin en Home Alone a ti sólo se te ocurre emborracharte solo y te sientes tan cansado hasta de ir al baño que las latas vacías de cerveza parecen guiñar su ojo alumínico para que pruebes puntería e intentes darle un nuevo significado a las tres R del cuidado ecológico. Cosas así pasan cuando el Pablo Honey de Radiohead (que no será su mejor LP, siempre lo he dicho, pero que al menos es el primero) se repite sin descanso en el estéreo y no tienes ganas siquiera de caminar unos cuantos pasos para cambiar el disco ni apagar la pantalla con puntitos en blanco y negro de la televisión. Cosas como estas se escriben cuando no tienes otra cosa que hacer más que recordar, recordar y recordar... Recuerdo, por ejemplo, hace no mucho tiempo, haber festejado el inicio del año nuevo en la Malinche, a faldas del volcán Popocatéptl. Por las mañanas solía dar largos paseos en el bosque, cortar leña con un hacha oxidada y jugar ping-pong con mis hermanos. Las tardes por lo general las pasaba encerrado en la cabaña, pues el frío era realmente insoportable, y aprovechaba el clima quemando malvaviscos al amparo de una fogata. Fueron días estupendos, la verdad. En el viaje de regreso aproveché para visitar Huamantla, tierra de toros y toreros, y Apizaco. Ya de vuelta en la ciudad, justo el Día de Reyes, me emborraché con un Tonayan (Tony Walker) de nueve pesos rebajado con Mundet de cereza, mientras vagabundeaba por la calle de Ámsterdam con una corona de cartón en la cabeza, la cual encontré tirada en el piso. Extrañamente el jovencito que atendía aquel OXXO se negaba a venderme la anforita de mezcal, a pesar de mostrarle mi credencial del IFE, por lo que en ese momento supuse que se trataba de mi Yo Interno transformado por obra de un milagro en mi Ángel de la Guarda. Y es que por ese entonces yo andaba muy metido en el asunto religioso, sobre todo por el libro de William James acerca del mismo tema que devoraba con fe ciega y ansias de redención, como un auténtico converso. Aquel enero disfruté de dos fiestas en especial. La primera fue por los rumbos de Azcapotzalco, en casa de una vieja amiga de la escuela, y estuvo a nada de convertirse en una orgía o algo parecido. Al final sólo quedó en un espectáculo inocuo de voyeurismo juvenil. Culpo a la seductora música electrónica y a ese infame juego con botellas que yo nunca nunca volveré a jugar. La segunda gran fiesta del mes fue un reencuentro con mis compañeros de primaria. Fuimos a un billar cercano a la que solía ser nuestra escuela, una mansión embrujada propiedad de Clemente Jacques, la cual donó a la SEP luego de fundar su emporio tomatero. Acabé emborrachándome con brandy barato y quedándome a dormir en casa de un amigo que ya desde la primaria daba muestras de ser afeminado, pero que ahora era abiertamente gay. Dormí incluso en su cama y usé uno de sus pantalones de pijama. Por esos mismos días mi hermana se fue de la casa. Lo había planeado durante mucho tiempo, y sin duda fue lo mejor para ella. Una nueva etapa de su vida estaba por comenzar, y de paso también en la mía. Obviamente no fue sencillo acoplarme a esa nueva etapa. Eran demasiados recuerdos para olvidarlos así como así.


3.
El regreso a clases coincidió con un aumento en mi consumo de alcohol. No importó que fuera el mes más corto del año, también fue durante el que más bebí. En muchas ocasiones iba detrás de alguna mujer, y casi siempre terminaba en las condiciones más lamentables que uno se pueda imaginar. Y casi siempre, también, en los lugares más inverosímiles. Como aquella vez, por ejemplo, que pasé la noche en una fuente de San Bartolo Naucalpan, luego de que una chica me corriera de su departamento a las tres de la mañana, cuando recordó que tenía novio. O aquella otra noche en el metro El Rosario, totalmente confundido y sin un centavo en los bolsillos. Conocí las virindongas (una especie de aguas locas con un toque de chile piquín) y esa fue mi perdición. Por lo regular iba con un tipo al que apodaban El Cholo, y mínimo nos bebíamos dos jarras cada quien. Tenía la impresión de que las cosas dentro de mi cerebro no funcionaban muy bien que digamos. En la calle veía constantemente cadáveres de gatos y ratones. También veía convoyes interminables de motociclistas, payasos comprando su despensa para la semana y edificios de gobierno que parecían sacados de mis propias pesadillas. Un amigo colombiano me trajo de su viaje de vacaciones una bolsita de hojas de coca. Masticándolas sabían de la verga, pero preparadas con abundante azúcar en una infusión caliente ayudaban a relajar mis doloridos nervios. En ese estado de paz interna me ponía a leer los ensayos de D. T. Suzuki, y trataba sin éxito de conseguir la correcta posición chan, conocida por algunos como la flor de loto. Está claro que no todo en la vida era leer y meditar. De vez en cuando también intentaba romper mi cubo de Rubik azotándolo contra la pared, pero el material resultó ser bastante resistente.


4.
Cuando mi hermana se fue de casa yo pasé a tomar el papel del hijo mayor, y por alguna extraña razón las fricciones entre mis padres y yo se multiplicaron exponencialmente. Un día decidieron dejar de darme dinero para el pasaje, así que tuve que irme caminando desde mi casa en Periférico Sur hasta mi escuela, más allá del Toreo de Cuatro Caminos. Llegué con la cara grasosa y los labios agrietados. Afortunadamente un tipo de Tierra Caliente, famoso por su tacañería, se compadeció de mí y me prestó unas cuantas monedas, además de dispararme una botella de agua Marca Libre en el súper más cercano. Por esos mismos días comencé a hacer mi servicio en el Auditorio Nacional. Mi labor consistía en leer cada uno de los periódicos del país, buscar milímetro a milímetro notas donde se mencionara a la institución, recortarlas con tijeras y pegarlas con pritt en hojas membretadas para luego enviarle una versión escaneada a la mera jefa de Conaculta y archivar el expediente para la Eternidad; todo esto con ayuda de un par de compañeros lentos y una supervisora amargada respirando sobre mi nuca y quejándose de mi trabajo a cada momento. También era obligatorio asistir de vez en cuando a algún concierto en el recinto, para dar gafetes y recibir a la prensa de espectáculos: a mí me tocaron los Backstreet Boys, y el espectáculo fue justamente como lo esperaba. Dejé el servicio a las cuatro semanas de haber comenzado. En la escuela también me aburría, por lo que ocupaba la mayor parte del tiempo en los bares circundantes, o incluso en el estacionamiento, a bordo del coche de un amigo, bebiendo cerveza y fumando puros. Si de plano era indispensable mi presencia en las clases, me la pasaba jugando pinball en las computadoras, y trataba de superar mis propios récords, o los de mis aguerridos compañeros. Pero principalmente me la vivía en los bares: El Tercio, La Clase, El Fuego Nuevo, La Tiendita, La Taberna, El Merendero, La Carpa, El Nilo. Éste último era una especie de antro para bailar hasta perder el sentido; allí llevé a la chica que me corrió de su casa sin motivo aparente, luego de que nos reconciliáramos. Algo tenía esa chica que me volvía loco, y que hacía que no me importara su trastorno de bipolaridad, ni sus crisis depresivas, ni su repentina indiferencia. Finalmente también logré superarla. Un día, ya ebrios todos, mi amigo el asiático me dijo que tenía ganas de madrearse con alguien. No tenía que ser una pelea de verdad, tan sólo unos cuantos golpes leves, de puro cotorreo. Accedí y empezamos aquello, al principio con timidez, pero más en serio después de unos puñetazos directos a la mandíbula. No hubo sangre, pero él acabó en el suelo y yo con la playera hecha jirones. Terminé por destruirla ahí mismo, para diversión de todos. Seguí bebiendo a lo Iggy Pop, con el torso completamente desnudo..., hay varias fotos sobre eso. Por otra parte, de la noche a la mañana me volví estrella de cortometrajes. Todo fue para ayudar a una amiga que necesitaba actores para sus trabajos en la materia de Lenguaje Cinematográfico. En uno de esos cortos narraba la historia de una lata de refresco. En otro me suicidaba, cortándome las venas con una cuchilla de rasurar; éste en especial fue muy aplaudido por el público, como una mezcla de Bergman con telenovela del 13. En otro se suponía que iba a participar en un ménage à trois con dos chicas que no conocía, pero después de un rato de platicar terminaron gustándose entre ellas y cambiaron el guión sobre la marcha, relegándome a un cameo bastante cómico. Llegó la primavera y yo estaba como se dice que están los asnos en esa época. Guardé mis trajes de baño en una maleta y me fui de springbreak a la Ciudad de la Eterna Primavera. En el camino de ida un tráiler chocó contra nuestro coche; mejor dicho sólo nos dio un toquecito, pues de otra manera hubiéramos valido madres allí mismo; aun así bastó para abollarnos toda la defensa. Fueron días geniales. Jugando billar, aventándonos el frisbee a lo loco, flirteando con adolescentes provocadoras y recogiendo colillas usadas del suelo. Pero eso también tuvo que terminar. Cuando me di cuenta ya era mi cumpleaños veintidós y era tiempo de volver.


5.
En el terreno de al lado, en el mismo edificio donde vive Andrea, habita un señor idéntico a Hermann Hesse. Tiene las mismas arrugas verticales bajo el mentón y usa el mismo tipo de anteojos redondos con montura metálica. Creo que es vendedor de seguros o algo así, porque cada mañana que sale de su departamento lo hace bien trajeado y con un elegante portafolios de cuero en la mano, mientras camina dando grandes zancadas rumbo al metro más cercano. Yo mismo he podido comprobar lo mucho que utiliza este medio de transporte, pues ya varias veces me lo he topado frente a frente en diversas estaciones localizadas a lo largo y ancho de los cuatro puntos cardinales. Curiosamente, cuando me lo encuentro en tales condiciones no lo saludo ni muestro señales de reconocimiento, ni él tampoco hacia mí, por lo que únicamente nos damos las buenas tardes cuando ambos estamos ya en nuestros rumbos, y sólo por buena educación y convivencia vecinal. No niego que me resulta harto extraño eso de encontrármelo siempre y en todo lugar. De hecho, en mis momentos más paranoicos he llegado a pensar que es un stalker o un detective privado que alguien (no sé bien quién aunque lo supongo) contrató para seguirme y, a la postre, eliminarme. Aunque por la cara de sorpresa que pone cada vez que nos cruzamos es probable que él piense lo mismo de mí, es decir que el demente soy yo, y que qué casualidad que entre tantos millones de pasajeros tengamos que coincidir en el mismo vagón, y en horas en las que se supone que yo debería haber estado en la escuela o haciendo algo de provecho. Por lo demás, eso es todo lo que sé sobre su vida. Vive solo en un departamento a la misma altura del que yo vivo, y por lo general no hace ruido ni sale de su casa si no es con su inseparable portafolios y con dirección al metro. Sólo una vez lo vi haciendo algo extraordinario: desde la ventana de su casa arrojó a la calle –en una escena que me recordó mucho al final de Zabriskie Point, por cierto– cualquier variedad de objetos, desde botellas coleccionables, figuritas de porcelana o manitas rascadoras, hasta ropa, cuadros, lámparas, acetatos, muebles, baleros, pelucas, un viejo cubo de Rubik y claro está, una máquina de escribir. Luego bajó y contrató a un grupo de barrenderos desocupados para que recogieran las cosas y se llevaran los restos de vidrio y plástico esparcidos por el pavimento. Durante algún tiempo llegó a vivir con él un joven atlético y de rasgos caucásicos, con el que no parecía tener parentesco alguno, por lo que no descarto que sea homosexual. ¿Más pruebas para demostrar su semejanza con el escritor suizo? No creo que haga falta, pero, por si fuera poco, hace unas semanas lo vi en el largo pasillo de la estación La Raza, ese que exhibe hallazgos pictóricos sobre plantas, insectos y demás maravillas del mundo natural. Estaba ahí, con su eterno portafolios negro y su rostro de tótem arrugado, contemplando con una sonrisa en los labios (sonrisa que se convertiría en mueca de terror al notar mi presencia) la imagen amplificada de una araucaria.
Me pregunto qué pensará de no haberme visto en todos estos días que llevo encerrado.


6.
Ya no recuerdo si me corrieron o me fui por mi propio pie. El caso es que pasé toda la noche vagando como un demente, sin decidirme hacia dónde dirigir mis pasos. No quería importunar a nadie; tampoco ser digno de su compasión. Estaba cansado y hambriento, pero aún así gasté las pocas energías que me quedaban jugando futbol con los vagos del parque Nápoles. Aquella fue, de hecho, La Noche de los Parques. En el San Lorenzo me mecí un rato sobre los columpios oxidados. En el Hundido me abordaron varias prostitutas, y estuve tentado a irme con una que sí parecía mujer, para tan siquiera conseguir un techo seguro para pasar la noche, pero al final lo pensé bien y me acobardé. Llegué primero hasta CU, e intenté dormir en las Islas, pero al poco tiempo llegaron unos tipos ya enfiestados con el mismo propósito, por lo que me volví a sentir incómodo y me fui. Hacía frío y todo era una pesadilla, y para colmo no podía dejar de tararear, como si fuera un mantra, fragmentos de la canción Persiguiendo Sombras de Antonio Vega. Comenzó a llover y tuve que refugiarme en el kiosco de la Plaza Valverde. Creo que hasta me masturbé para entrar en calor. Quedarme quieto era hipotermia segura, así que arrastré los pies por pura inercia, hasta que amaneció y el sonido de los barrenderos se convirtió en un arrullo. Pude dormir, al fin, bajo el busto de José Revueltas, en el Parque de la Bola, hasta que unos aspersores me despertaron… Así todos los días, una constante de Sueño y Realidad, bastante confusos los límites... Invité a salir a una amiga de la secundaria, a la que siempre molestaba y con la que solía poner a prueba mis curiosidades de aquellos años. En todo el tiempo que estuvimos en ese tugurio de Copilco me tiró dos chelas encima, que yo pagué, y se puso nerviosa hablando de las veces que la torteaba o le veía los calzones. Además besaba muy mal. No la volví a ver jamás. Al parecer ese mes estaba predestinado a perder el contacto con todas las mujeres que alguna vez había conocido en mi vida. Amigas de la prepa, amigas de borracheras, amigas con derechos. En un bar de Puente de Alvarado me bateó una chica luego de que me viera besándome con su mejor amiga, el día de su cumpleaños. Todo esto con jazz, ska y rockabilly de fondo. Para desquitar mi mala suerte me fui a Temixco en Semana Santa. Hubo mucho alcohol, por supuesto, y días enteros en la alberca, y manotazo, y música, y diversión. Llegamos a Cuernavaca y a Tepoztlán pidiendo aventón. Un sujeto con un diente de oro nos contó que tenía unas grabaciones secretas de Rockdrigo González en su poder, y unos sujetos que iban moneándose en el camión de vuelta se malviajaron al vernos e intentaron madrearnos. El Sábado de Gloria mis amigos me aventaron una cubetada de agua mientras reposaba plácidamente sobre el pasto, y las hormigas carnívoras, asustadas por el agua, descarnaron mi espalda baja.


7.
Mis padres insistieron mucho en que consiguiera un empleo: prácticamente me obligaron a hacerlo. De tal suerte que tuve que sobreponerme a mi pereza y salir a tocar puertas, como quien dice. Pasé demasiado tiempo en Bucareli, afuera de las oficinas de El Excélsior y El Universal, esperando a que me recibieran en las citas que siempre se aplazaban indefinidamente. Por medio de unos cuantos contactos, llegué incluso a entrevistarme en un bar de Garibaldi con un grupo de periodistas de la vieja escuela, y pude comprobar lo ridículos que son cuando se emborrachan, contrario a la imagen que dan frente a las cámaras o en sus aburridos reportajes escritos. Al final todo quedó en proyectos ambiguos, planes para el futuro y promesas de trabajo para cuando terminara la escuela. Respiré aliviado: al menos podía olvidarme de toda esa mierda durante un tiempo más. Para celebrarlo, el Día de la Madre (en singular, porque sólo hay una) fui al Tercio a beberme una caguama. Esa caguama se convirtió en media docena y terminé perfectamente ebrio. Estaba tratando de ligarme a una chica de no tan malos bigotes, y mi amigo el nipón, que ya le había echado el ojo desde antes, hacía su propia lucha. Al parecer ella no terminaba por decidirse, así que nos invitó a los dos a su casa. La atmósfera estaba cargada con una insoportable tensión sexual. Por fortuna el oriental y yo supimos comportarnos a la altura de la situación, y las cosas ocurrieron de forma natural, equitativa y armónica, sin nada de lo cual avergonzarse a la mañana siguiente. Por esa misma época me volví adicto a los juegos de cartas. De hecho, llegué a ser casi tan bueno como Chico o Harpo Marx, e incluso mejor en el cubilete. Los fines de semana se organizaban noches de póker en casa de una amiga, y nos desvelábamos apostando fichas y bebiendo vino tinto. En una de esas contraje las pulgas, luego de quedarme a dormir en el sillón del perro. Decidí raparme yo mismo, con ayuda de unas tijeras de punta roma. El resultado fue asqueroso. Aún recuerdo las miradas de burla a mi cabello mientras deambulaba entre las esculturas de Dalí y Rodin en el museo Soumaya. En mi cerebro estaba tatuada una frase de la novela A este lado del paraíso de F. S. Fitzgerald: “Me conozco a mí mismo, pero eso es todo”. Pero, para ser sincero, yo ni siquiera me conocía a mí mismo. Lo único que sabía era que todo era confuso, y más bien un poco triste. Caminaba una tarde por Insurgentes cuando de pronto llegó botando hacia mis manos una pelota de tenis marcada con un plumón permanente con mi nombre. Volteé a ver a izquierda y derecha, y de arriba abajo, pero no había duda de que estaba completamente solo, por lo que nunca supe su procedencia. Lo tomé como una muestra más de mi desequilibrio mental. Seguí caminando, hasta que vi en la esquina un vendedor de algodones de azúcar. Decidí comprarle un par. Estaban muy buenos en verdad, pero tenían un efecto diurético debido al exceso de azúcar, y durante varios días estuve orinando en un llamativo color rosa.


8.
Acababa de cumplir diecisiete años. Con ése pretexto me había emborrachado la noche anterior en El Cubo Mágico, cantina para burócratas de Insurgentes y Reforma, acompañado de unos tipos de la prepa a los que apenas si les hablaba pero que tenía que soportar porque a veces me regalaban hierba y me presentaban a sus amigas pseudo-hippies, por lo general chavitas fresas que justo al salir de sus secundarias privadas se dejaron crecer el cabello, se lo pintaron de colores, se hicieron rastas, se tatuaron palabras en arameo sobre los brazos y los tobillos y se hicieron perforaciones en las cejas o la lengua. Me sentía un poco crudo, pero no estaba tan mal. Más bien tenía ganas como de volver a emborracharme. Sin embargo eso de momento resultaba completamente imposible, ya que consulté mis bolsillos y sólo encontré unas cuantas monedas de baja denominación. Casi todo el dinero de la suma más o menos generosa que mis padres me habían dado como regalo de cumpleaños lo había despilfarrado la noche anterior comprando vasitos de mezcal y seleccionando canciones de David Bowie, Black Sabbath y del Pablo Honey de Radiohead que milagrosamente había encontrado en la rocola del lugar, para mal humor de unos calvos y ya descorbatados oficinistas que jugaban al dominó en una mesa contigua. Lo único valioso que encontré, al momento de registrar mis bolsillos, fue una bolsita de mariguana con suficiente contenido como para poner de buenas a un adolescente aburrido. En ese instante me hubiera encantado tener a la mano una pipa de agua o ya de menos una de esas de madera que apestan la ropa y te dejan impregnadas las yemas de los dedos con su resina, pero en mi contexto de soledad absoluta eso resultaba imposible. Bien pude haber utilizado un pliego de mi libro de Cálculo Diferencial —y no hubiera sido la primera vez— pero el problema de ese tipo de materiales es que al momento de liarlo el porro queda demasiado abultado, y cuando le das tres o cuatro caladas te queda en la boca un sabor muy amargo y desagradable. Papel higiénico y servilletas también quedaban descartados de antemano, debido a su endeble consistencia y a los perfumes y demás sustancias químicas que se utilizan para su fabricación. En más de una ocasión había visto a mis amigos utilizar la envoltura de un cigarro común y corriente, luego de sacarle de su interior el tabaco, o en casos verdaderamente extremos desenrollar con las uñas un palito de Tutsi-Pop y extenderlo hasta formar una diminuta sábana sobre la que se podía espolvorear un poco de mota, para al menos alivianarse durante un rato, “darse las tres” como decían ellos, pero yo me di cuenta, después de varios intentos, que no tenía ni la habilidad necesaria ni las uñas para conseguirlo. Un poco desesperado, comencé a caminar por las calles del Centro Histórico. Los rostros de la gente parecían más feos de lo normal, y cada uno de sus gestos, no sé por qué, me resultaban inútiles, como el muy común de caminar como tortugas y detenerse ante cada escaparate, o fingir que revisaban algo en sus celulares. Harto de ellos, me metí en el primer McDonald's que encontré y pedí un cono de crema batida. Siempre he preferido las sucursales de McDonald's por encima de las de Burger King, porque además de que el sabor del helado es mejor allí, los empleados encachuchados y tachonados de acné te entregan siempre los helados enrollados en una especie de envoltura parecida al papel arroz que fácilmente se puede utilizar para quemar, sin ningún riesgo aparente a la salud de tus vías respiratorias. Estaba tan feliz que no pude esperar más y luego luego armé mi cigarro en el baño del restaurante. Un niño entró en el preciso instante que le estaba dando el primer jalón, y al parecer se asustó cuando le dediqué una sonrisa cómplice. Estuve todavía un buen rato caminando por ahí, entrando a las tiendas de música a manosear discos y a las librerías de viejo atrás del metro Allende. Llegué a la Alameda y me senté sobre el Hemiciclo a Juárez a disfrutar del viaje y descansar mis piernas doloridas. La gente venía y se alejaba con sus propias historias particulares; yo me reía en silencio de ellos. Así pasó una eternidad. Cuando comenzó a oscurecer me levanté con mucho esfuerzo de las escaleras de mármol (mis rodillas crujieron como una bolsa de cachuates japoneses aplastada por un ciego) y me dirigí a la estación de Bellas Artes. El vagón al que me subí iba misteriosamente vacío, como si hubiera sido reservado exclusivamente para mí. Tras unos segundos de vacilación, logré vencer la paranoia y entré al fin. Con todos los asientos a mi disposición, pensé que ya era demasiado de estar sentado, que ya me dolía el culo, y preferí quedarme de pie, justo después de traspasar el umbral. Las puertas se cerraron. El tren avanzó. Cuando ingresé al túnel dejé de mirar por un instante mis viejos tenis de lona y volteé hacia el cristal de la puerta, como en busca de mi propio rostro, mi rostro pacheco de diecisiete años recién cumplidos, pero no lo encontré. A cambio de él, un graffiti, aparentemente hecho con una llave por obra de una mano furtiva, ilustraba dos iniciales dentro de un corazón unidas por medio de un ampersand mal dibujado.


9.
Para festejar el fin de semestre se armó una pachanga en el mismísimo agujero del diablo, allá por los rumbos de Cuautitlán Izcalli. Cuando al fin dimos con el lugar, luego de una larga travesía por calles sin nombre y terrenos baldíos dignos de una película de zombies, la mayoría de los invitados ya estaban ebrios, así que tuvimos que beber el doble para ponernos a tono. Los baños eran un monumento a la anarquía. La mota fluía libremente. Las botellas se amontonaban en cualquier rincón. No faltaron los malacopa de siempre ni los que sencillamente se desplomaban inconscientes. El Ponx daba vueltas y chocaba contra unas macetas de cactus, sin entender ya lo que pasaba. Era algo chistoso de ver. Al final todos terminamos jodidos y muertos de frío, pero al menos pude aguantar hasta al amanecer, lo cual resultó una auténtica hazaña... Las vacaciones comenzaban bastante bien. Vagué mucho, cotorreé mucho, leí mucho. Principalmente me aficioné a las biografías. Leí la de Nico, la de Van Morrison, la de Bob Dylan, la de Chet Baker, la de Miles Davis, la de Muhammad Ali, la de Marlon Brando, la de Hermann Hesse (el escritor), la de Rimbaud y la de Ernő Rubik, arquitecto húngaro creador del popular cubo, cuya madre, por cierto, también escribía poemas. Fui a varios conciertos y a turistear por Tlayacapan. Para cubrir mi ridículo corte de pelo empecé a usar una gorra de pana que un día encontré tirada en el RTP. Me encariñé mucho con ella y no me la quitaba más que para bañarme. Lo cual era cada vez más extraordinario. La mayoría de las veces optaba por mejor no bañarme, ni rasurarme, ni lavarme los dientes. Fui a inscribir mi servicio social como maestro voluntario en una comunidad de Puebla, e incluso asistí a la capacitación de una semana porque estaba muy clavado con una de las chicas que daban el curso, pero a la mera hora lo dejé porque me di cuenta que no tenía la vocación necesaria para dar clases. ¿Qué sentido tenía hacerles más daño a esos pobres niños tan desvalidos y carentes de recursos? ¿Qué podía enseñarles yo, un pobre ignorante de la vida, a pesar de tener toda la disposición para intentarlo? No tenía caso. La temporada de lluvias comenzaba y casi a diario las calles de mi colonia se inundaban por culpa de las coladeras tapadas. A Hermann Hesse (mi vecino) era común verlo con sus botas de hule, paraguas en una mano y portafolios en la otra, evadiendo charcos de camino al subterráneo. 


10.
Un día me agarré a madrazos con mi hermano porque no nos poníamos de acuerdo en quién hacía el desayuno. Yo le soltaba golpes al abdomen y a la zona hepática, pero el muy ardilla se dirigía al rostro. Además de mis cicatrices en la espalda, mi peinado de tonto y mis quemaduras por la constante exposición al sol, tuve que sumar a la lista un ojo completamente morado. En ese momento decidí suspender mis relaciones sociales por un tiempo. No tenía ganas de salir. Me recluí en mí mismo, como una tortuga, y veía pasar las horas sin reparo. Prefería dormir que estar despierto. A veces simplemente me quedaba en la cama con la cara tapada, para dejar de ver. Todo me daba hueva. Mis papás me aventaban cubetadas de agua fría para que reaccionara, pero yo seguía impertérrito, como una estatua de carne. Incluso cuando lograban hacerme salir de la casa, a regañadientes, yo seguía con esa misma actitud antisocial y de abulia extrema. Así visité varios museos, vagué por la ciudad y bebí hasta morir en La Hija de Los Apaches y en La Burra Blanca, además de visitar otra vez Tlaxcala, esta vez el centro vacacional de la Trinidad. Cada día me la pasaba jugando billar y futbolito como un autómata, o mirando el paisaje y esperando a que pasara el tren cargado de indocumentados. Ya de noche iba a la alberca techada, y me quedaba adentro hasta que mis dedos se arrugaban como los de un anciano. Nadar fue mi terapia de rehabilitación, como si yo fuera uno de esos niños down del Teletón. En el agua tibia todo volvía a tener sentido, igual que si de pronto regresara al caldo primigenio de donde dicen que se originó todo, y recordara algo que de tan simple se me había olvidado. La sangre volvía a correr por mi cuerpo. Las cosas volvían a tener color. La comida volvía a saber a algo. Las mujeres seguían ahí.


11.
Me gustaron sus ojos, evidentemente drogados, las pupilas reflectantes y plagadas de nistagmos. Me gustó que me viera fijamente y una sonrisa brotara de sus labios resecos, mientras las luces estroboscópicas nos ahorraban el trabajo de parpadear. Aquella noche no merecía haber tocado fondo, aunque mi apariencia no pudiese ser más lamentable: sucio, mal vestido, con manchas de humedad en los sobacos y todavía, sobre la palma de la mano, un billete tibio y medio roto, cambio del billete mayor con el que había pagado mi derecho a cóver. Después de tres Apocalipsis (ajenjo, vodka negro y una pizca de ron) me animé a hablarle. A empujones esquivé la masa ondulante de un saxofonista negro que se contorsionaba al ritmo de lo que él entendía por free jazz, entre una marabunta de chavas y maricas que bailaban con los ojos cerrados y casi por obligación, y le dije hola. No sé qué habrá entendido, porque comenzó a reírse y luego de escarbar en su bolsa de mano me tendió un speed azul con verde. Era de los buenos. Al instante sentí el efecto: un calambre extraño, localizado entre las rodillas y el estómago, como si fuera cayendo dentro de un elevador inmóvil. Un escalofrío instantáneo recorrió mi espina dorsal. Mis piernas se tensaron; se inflaron como globos; se desgajaron en músculos. Podía sentir con claridad cómo palpitaban mis venas y arterias, preguntándome de pronto, sin que viniera al caso, si realmente las venas eran rojas y las arterias azules, como las pintaban en mis libros de texto gratuito de la primaria. Por primera vez podía percibir la existencia de mi cerebro; y no era un objeto arrugado ni grisáceo, según imaginaba, sino más bien redondo y luminoso, similar a una de esas bolas espejeantes de discoteca. Le sonreí. Dijo que se llamaba Carmen (o Karen) y que sus amigas ("pinches viejas") ya la habían aburrido. Su belleza era en verdad hiriente, e intenté decírselo mientras la besaba, aunque creo que no me escuchó. Tenía un cuerpo pequeño y frágil, pero bastante amoldable a mis propias extremidades. Éramos, ahí en medio de la pista, dos piezas de un rompecabezas infinito unidos por obra del destino o simple error de cálculos. Salivaba en exceso, presa de constantes flashbacks. Volví a sentir un escalofrío cuando de repente apoyó su cabeza sobre mi hombro, rozando mi mentón con su cabello. O cuando, al acariciar sus brazos, mi dedo índice entró de lleno en su cicatriz de vacuna. Todo era perfecto en ella. Su pubis. Sus nalgas. Su cuello. Seguimos bebiendo, drogándonos y deseándonos hasta el colapso. Pero por más que intentamos no pudimos embriagarnos. La sentí temblar, estremecerse de asco ante el vómito de antier en los andenes del metro, en sus pirámides eléctricas. Caminando por Insurgentes, en el momento exacto que el ayer se volvió mañana, una promesa interminable. Afuera de su casa, amputando mis dedos por debajo de su falda. En Zona Rosa, cotejando precios de prostituta en prostituta, en busca de la posibilidad de un trío, y viendo si aplicaban descuento con credencial de estudiante... La verdad es que no quedaba mucho que decir: era demasiado tarde. Amanecía. Sobre mis ojeras, otra vez, la noche real comenzaba a dibujarse lentamente.


12.
Me corrieron de casa bajo la advertencia de que esta vez sí sería para siempre. Al parecer ya nadie soportaba mi actitud ni mi presencia. Saqué dos maletas bien cargadas de ropa y me fui a jugar fútbol al Parque de los Venados: no sabía qué otra cosa hacer. Anduve vagando por la Narvarte, la Doctores y la Letrán Valle. Estaba dormido sobre una banca cuando sentí de pronto la mirada penetrante de dos muchachas. Una de ellas me preguntó por qué cargaba las mochilas, que si venía de viaje, que cómo me llamaba, que si quería un Benson & Hedges, y me invitó a una fiesta. Yo no podía creer mi suerte, pues era una chica realmente hermosa, con grandes ojos verdes y caderas de infarto. La fiesta resultó ser más bien una reunión de pseudo hipsters y mirreyes. Me bebí varios vodkas con jugo de arándano, pero no hice ningún intento por socializar. Nadie parecía notar mi existencia, ni siquiera la chica que me invitó, que estaba platicando plácidamente con un sujeto de barba de chivo y playera de los Beastie Boys. Me largué cerca de la medianoche, justo en el momento que se desató la lluvia. Esa noche la pasé en la terminal de autobuses del sur. La segunda la pasé en CU rodeado de grillos y bebiendo café en el restaurante de Plaza Loreto. Para la tercera regresé a casa y me dejaron quedar con la condición de que fuera en el interior de la camioneta que durante tantos años funcionó como ambulancia particular: una Ichi Van modelo 93'. Luego decidieron que lo mejor era que me fuera a vivir una temporada a casa de mi hermana. Fue mi última semana de vacaciones, pero también la más chingona. Me levantaba tarde, me desvelaba leyendo en mi sleeping bag y pasaba las tardes andando en bici por toda la ciudad; una vez incluso me encontré a Hermann Hesse, que salía del Cubo Mágico medio achispado. Tenía mucho tiempo libre para estar solo y pensar en mis cosas. Iba a la cineteca, comía tacos, alimentaba a las palomas. Acompañé a mi hermana a su cita con la dentista y me robé un ejemplar del De rerum natura que encontré en la sala de espera, lo cual reactivó mi afiliación con el epicureísmo. También fui a una fiesta con amigos de la prepa 6. Bebimos como campeones, cotorreamos, reímos, recordamos viejos tiempos. Me ligué a una chica de unos diecisiete años que estaba intoxicada con alcohol y tachas. Yo trataba de abrazarla para que mantuviera la vertical, pero era como intentar bailar con una serpiente. Estábamos besándonos cuando de pronto ella perdió el control de su vejiga, haciéndose pipí sobre sus ajustados shorts de color verde: podría decirse que, literalmente, se orinó por mí. Estaba ya casi amaneciendo cuando El Clavi me retó a apagarme un cigarro en el antebrazo; él lo hizo primero, así que no me pude negar. En ese momento comprendí —con lagrimitas en los ojos y la piel a rojo vivo— que ya estaba demasiado dañado, y que era mejor parar. Dormí un rato, regresé a hacer mis maletas, a darme un regaderazo y a agradecer a mi hermana y a su novio por la hospitalidad brindada. Luego me calcé mi andrajosa gorra de pana y reanudé el camino de vuelta a casa.


13.
Nomás entrar a la escuela regresé a las andadas. Descubrí que cuando bebo más de cinco cervezas, pero menos de seis, me vuelvo malo y mi cleptomanía se desarrolla. No importa el valor de lo hurtado, lo importante es robar. Saleros, chamarras, ceniceros, chocolates mal acomodados en los supermercados, etc... A veces quisiera hablar de otra cosa aparte de mis borracheras, pero no se me ocurre nada más... Recuerdo haber estado hasta mi madre afuera de la embajada de Ecuador, en Polanco, acompañando a una chica que vivía ahí y que esa tarde había estado bailando y bebiendo conmigo. Ya antes había estado precopeando en el estacionamiento de la escuela, en el coche donde siempre bebíamos, pero en cierto momento nos cachó la patrulla de vigilancia y tuvimos que movernos hacia la universidad, a un salón desocupado. Al otro día estaba tan cansado y crudo que me quedé dormido en medio de una clase multitudinaria de yoga. Luego fui a Jumil y me la curé con pulques. Pero como todavía era temprano y nos quedaba algo de dinero, terminamos bebiendo Reyes afuera del metro Copilco, hasta bien entrada la madrugada. Otro día que venía de beber unas virindongas, un sujeto me retó a hablarle a una chica que iba en el metro. Sé que si no hubiera ido en mi estado exageradamente etílico no me hubiera atrevido, pero creo que lo hice bien. Tomé como tema de conversación el hecho de que ella fuera leyendo un ejemplar de Los 120 días de Sodoma de Sade; gracias a eso conseguí su teléfono y comencé a verla de vez en cuando, hasta que descubrí que en realidad no teníamos mucho en común. Por esos mismos días comencé a interesarme en una chica francesa de intercambio. En clase no le hablaba mucho a nadie, pero de vez en cuando nos íbamos juntos en el metro y la cosa cambiaba un poco. Por ella decidí que mis trabajos de periodismo especializado serían sobre pintura, un tema que desconozco por completo. No obstante, nunca me dejó invitarla a salir ni me entregaba su confianza al cien. Poco después me enteré que no era francesa de nacimiento, sino andorrana. Toda su niñez la pasó en Andorra La Vieja, rodeada de franceses y catalanes, por lo que pronto aprendió a hablar español. Desde pequeña se interesó por la gimnasia, la danza y el rugby, y se convirtió en una verdadera trotamundos. Viajó por toda Europa y parte de África, hasta que finalmente se instaló por su cuenta y riesgo en Lyon, inscribiéndose a la Facultad de Comunicación. De ahí obtuvo su beca para viajar a México, específicamente a mi escuela. Y así fue como la conocí sin llegar a conocerla en realidad, aunque me hubiera encantado.


14.
Volví a fumar marihuana, luego de muchos meses de no hacerlo, y no fue la gran cosa. Fui a una fiesta de reencuentro de secundaria de un amigo, y fingí que yo también iba en su grupo. Ahí conocí a Bárbara, una bailarina de hip-hop muy sexy y de acción. Pero estaba demasiado ocupado tragándome gusanos de mezcal y fondos suicidas para entrarle al juego del amor. Ya de madrugada se armó la fogata en el patio, y un tipo ofreció su casa en Cuernavaca para seguirla. Sólo llegamos hasta Avenida Toluca; no tan lejos. Bebimos en Regina y acabamos en el coche de mi papá, bajo una lluvia torrencial. Nos acabamos un tequila entero, un Etiqueta Roja, tres cartones de chelas y demás licores. Pura basura bebestible. Como era de esperarse, la resaca nos duró hasta bien entrado septiembre… Conseguí un tripié y una vieja cámara digital y comencé a grabar mis propios cortometrajes para clase de cine. Debido a la falta de talento histriónico y creativo dentro de mi equipo, tuve que actuar, dirigir y escribir yo mismo cada uno de los guiones. Siempre había tenido la curiosidad de saber cómos se hacen las películas, desde los tiempos que leía los Cahiers du cinema y esos gigantescos compendios fílmicos de la Editorial Taschen, de modo que esta era una buena oportunidad para intentarlo. Nuestra opera prima se tituló Imitando a los héroes, y era una colorida historia sobre el alcoholismo juvenil y la idealización de los dipsómanos, abusando del recurso del flashback y el crossover. La escena donde el mesías vomita sobre sí mismo una sustancia amarillenta causó particular alboroto, por lo realista de la toma. Por desgracia yo no pude asistir a la proyección del video, pues estaba en el Fuego Nuevo fumando hierba con una chica de Diseño Gráfico. Nuestro segundo ejercicio –un claro plagio a Broken Blossoms de D. W. Griffith– se llamó Todo está podrido, y contaba la historia de un noviazgo disfuncional. Él era una especie de retrasado mental que sólo quería coger; ella una muchachita ingenua a la que le gustaba consultar el I-Ching. La única buena toma fue la última, cuando desde la perspectiva de adentro del refri, se ve cómo ella revuelve en paños menores un montón de verduras y tamales rancios, para finalmente exclamar el nombre del film y azotar la puerta. Estuvimos a casi nada de no presentar este trabajo, ya que un día antes unos polis sobre ruedas habían detenido al tipo al que le tocaba editar el video, por orinar en la vía pública y no tener el suficiente dinero para pagar el soborno. El tercer corto también estuvo a punto de no ser filmado, pues coincidió con el puente de las fiestas patrias –que yo festejé en Tlaxcala– y no fue sino hasta que regresé, con una resaca descomunal y olor a pólvora en el pelo, que pudimos grabar de una buena vez. Se trataba de hacer una adaptación libre del Corazón Delator de Edgar Allan Poe, la cual titulamos Di no al bullying. En parte por las prisas y en parte por imbéciles, el corto nos quedó descuidado y más cómico de lo que queríamos que fuera. En una escena incluso podía verse al fondo la base del tripié, pero no nos dimos cuenta más que cuando ya habíamos quemado el DVD. Todos esos detalles, sumados al uso de cátsup como sangre y a la pésima calidad del audio, provocaron indignación entre los espectadores. Sin embargo, antes de que el maestro pudiera dilapidarnos frente a la clase, alegué que cada uno de los errores había sido fríamente planeado, para rendir homenaje a las películas de Serie Z y bajo presupuesto que tanto admirábamos, y el choro fue tan convincente que al final todos se la creyeron. A partir de ahí nuestros trabajos aumentaron de calidad técnica, y no vale la pena hablar de ellos. Por esas fechas se publicó el número 1 de nuestro proyecto editorial, y tuve que ir prácticamente de puerta en puerta ofreciendo mi producto. Para el tercer número mis deudas eran ya alarmantes, sobre todo para alguien con tan pocas fuentes de recursos a su alcance. Por esos días también fue la foto generacional de graduación. Yo me robé la toga y el birrete, aunque aún no sé muy bien con qué objeto. Justo el día de la foto amanecí con el ojo derecho hinchado y rojizo, debido a una infección ocular acentuada por las continuas desveladas, la constante irritación y el ambiente viciado. Ahí estaba yo, en plena foto generacional, rascándome el párpado derecho y llorando inconteniblemente. Y aunque intentara no tocarme, de todas formas seguía llorando. Era en vano: no podía dejar de llorar. Sencillamente no podía.


15.
¿A qué se refiere la gente cuando utiliza la expresión días hábiles? Los míos por lo general eran siempre torpes y angustiosamente lentos. Y lo peor: todos eran distintos entre sí. La tarde que murió Capulina, luego de pasar horas riéndome a carcajadas frente al espejo, decidí honrar su memoria visitando el Centro Libanés, y me quedé dormido sobre el angosto camellón de la Avenida Minerva. Rodeado por los coches, con el calor de los motores envolviendo mi cuerpo, soñé que regresaba a mis viejas clases de fisicoculturismo en la Alberca Olímpica, como cuando tenía dieciséis años, y soñé que volvía a encontrar a aquella bailarina de ballet de ojos bonitos que a veces me sonreía, y que yo, después de cargar una o dos pesas de 100 kilos sin calentamiento previo, me escapaba del gimnasio, en donde no le dirigía la palabra a nadie, para espiarla y esperar a que saliera de su entrenamiento, mientras releía mi gastado tomo de las Obras Completas de Nietzsche… Cuando desperté ya era de noche nuevamente y faltaba sólo un par de horas para que pudiera volver a dormir. Caminé por las calles mal iluminadas de la Colonia Alpes, entre estornudos acuosos y reflujo nasal. Mis defensas biológicas, ya de por sí mermadas en fechas recientes, se derrumbaron sin meter las manos siquiera ante el ataque furibundo del viento contra mi piel sudorosa. Me enfermé bien cabrón, como hace mucho no lo hacía. Mientras mis hermanos disfrutaban de los conciertos del Corona Capital, bailoteando y asoleándose entre la multitud desesperada, yo estuve envuelto en cobijas y con un eterno pañuelo atascado de mocos bajo mi almohada. Sensible como un recién nacido: así me encontraba por esas fechas. Me hacían llorar películas como The Last Picture Show y novelas como Dulce es la garra de Gabriel Guía, The Little Dog Laughed de Arturo Bandini y Los Subterráneos de Jack Kerouac, desde mi punto de vista su mejor libro. Fueron días terribles, días llenos de rabia y de una tristeza sorda. Días donde los helicópteros se desplomaban del cielo sin motivo aparente, matando funcionarios de gobiernos que nunca se cuestionaron su propia existencia. Días de visitar a amores de otras épocas, ahora con parejas estables y amantes dóciles. Días de viajar por carretera hasta Acolman y Tepexpan, con el sobrepeso que conlleva la constante ingesta de barbacoa y tacos de birria. Pero sobre todo, fueron días de motcakes que ya no surtían efecto y de borracheras que habían dejado de ser divertidas. Quiero decir que en el momento sí me divertía, me la pasaba muy bien, pero la sensación de vacío no se quitaba ni con todos los caballitos de tequila del mundo. A veces hasta me despertaba con cruda moral incluso sin haber bebido el día anterior. "¿Qué hice?", me preguntaba. "¿Dónde estoy?" "¿Cómo me llamo?" Luego iba a la farmacia y me compraba medio kilo de Alka-Seltzers.


16.
Tratándose de televisión, la programación no es algo que me inquiete. No soy exigente ni selectivo en absoluto; tan sólo pido suficientes canales como para no tener que ver ninguno. Igual que cuando tenía doce años y mi papá contrató el sistema básico de televisión por cable, con tanta variedad para elegir que en un minuto podía ver igualmente fragmentos de episodios de los Looney Tunes que partidos de la Champions League o programas escatológicos de la MTV. Era como tener un gimnasio privado para los músculos y tendones de mi pulgar derecho. Recuerdo que muchas veces me sorprendía cambiando de canal en canal, en un zapping eterno, sin detenerme a mirar lo que transmitían. Y fue precisamente así, cierta vez que estaba perdido en uno de mis diarios recorridos de control remoto, cuando llegué de pronto al Playboy Channel. Lógicamente me saqué de onda, pues ese canal, así como todos los considerados para adultos, no figuraba en el paquete básico que había contratado mi padre, por lo que era casi un milagro que llegara la señal, aunque borrosa y distorsionada. Eso era lo de menos. Sin importarme la pobre calidad de su imagen yo siempre que tenía la oportunidad lo seleccionaba, pues entornando los ojos se alcanzaban a distinguir algunas siluetas, además de que el audio sí que llegaba bastante diáfano. Así que dejé de usar el control compulsivamente, exponiendo mi vista ante una catarata sin ton ni son de imágenes en tecnicolor. Cada tarde, después de la escuela, prendía el monitor con el volumen bajo y, a escondidas, me ponía a ver lo que parecían ser contornos de figuras femeninas en posturas eróticas, y a escuchar gemidos, que era el sonido-ambiente por lo general. La posibilidad de que mis padres entraran en mi cuarto y me descubrieran con las manos en la masa aumentaba la mezcla de curiosidad y calentura preadolescente que por esos días experimentaba. Diariamente pasaba minutos enteros de extrañeza y nerviosismo frente a la pantalla, mirando hacia atrás con el rabillo del ojo y sintiendo un dolor creciente en la entrepierna que, suponía entonces –ingenuo de mí–, eran simples ganas de orinar; hasta que en una de ésas no pude más y corrí al baño para intentar hacer pis. Pero, a pesar de las violentas sacudidas, no lo conseguí. Fue entonces cuando descubrí mi semen por primera vez: lo extendí con los dedos y noté su viscosidad. Tenía ya una vaga idea de lo que era eso, pues algo había escuchado al respecto, aunque sin prestar mucha atención. “¡Así que esto es!”, dije para mis adentros, tan asombrado como la vez que me enteré que las tijeras de punta roma no tenían nada que ver con la capital italiana. Salí del baño tambaleándome, totalmente pálido y mareado. Estuve enfermo durante varias semanas, e, incluso recuperado, tardé mucho en animarme a prender la tele y reanudar mis viejos vagabundeos a distancia. Pero ni por asomo volví a acercarme al canal del conejito.


17.
Cuando me preguntaban qué quería ser de grande, yo siempre respondía, invariablemente, que mi sueño era ser Guardián entre el Centeno, como Holden Caulfield. Hasta que me enteré que para eso ya es necesario estudiar una carrera universitaria de nueve semestres y una maestría de especialización.


18.
Poco después de la clausura del Festival Cervantino, asistí a una fiesta de Halloween allá por los rumbos intrincados de la Magdalena Contreras. Justo el mismo día, por cierto, que se cumplían diez años exactos de mi primer beso. Suena cursi, lo sé, pero aún puedo recordar aquel momento mágico en que un inocente juego de botella se salió de sus propios límites, y terminé juntando mis labios, sin castigos de por medio ni acechanzas del azar, con la prima bonita de mi mejor amigo de la primaria: yo todo nervioso aunque momentáneamente envalentonado por la proximidad de nuestras bocas, ella con los ojos cerrados y tomándome con suavidad de las manos, y él sin poder dar crédito a lo que veía, con la cara recién maquillada de Darth Maul. Diez años después de eso, a orillas del río Magdalena, me esforcé por encontrar alguna muchacha guapa con la cual conmemorar la fecha, pero no tuve la misma suerte que antaño. Lo intenté con varias diablitas, zombis y catrinas que había por ahí, y lo máximo que conseguí fue tortear a una chava disfrazada de Gatúbela que se balanceaba perdida en una monumental sobredosis de alcohol, bailando solipsistamente. Resignado, me concentré en embriagarme yo mismo hasta la médula, y eso fue más sencillo. No sé de dónde saqué un encendedor de pistola, pero con él estuve quemando los globos negros y anaranjados de la decoración, hasta hacerlos explotar, y por poco provoco un incendio al prender por accidente la lona de plástico que nos protegía del frío... Noviembre fue mi último mes oficial como universitario. Un ciclo entero de formación que se cerraba de golpe con un portazo. ¡Cuatro años y medio, carajo! Tanto tiempo perdido, tanto aburrimiento. Pero también tantos recuerdos invaluables, personas que conocí y que me hicieron ampliar mis horizontes en más de un sentido. Pienso en todos ellos y es como abrir una cadena frenética de imágenes que conducen a más imágenes, de sensaciones que aún conservan su frescura original. Tanto, tan hermosamente trazados, tan perfectos en su esencia, que hasta dan ganas de volverse ciego y tirarse en un rincón, para que no se borren nunca.


19.
Es un solo angustioso, interminable. Un riff que no por repetitivo deja de salir mal. Los dedos torpes buscan los trastes marcados, mientras rasgueas con la otra mano como un perro a la puerta del hospicio. Te encorvas, bajas la vista. Finges shoegazing por pura vergüenza. Imploras que tu pedal se convierta de pronto en un freno neumático. El cabello cae sobre tu frente rugosa, nubla tu mirada. Nadie canta ya, y hace rato que la batería y el bajo dejaron de sonar... Pero realmente no estás solo, ¿o sí? ¿De dónde vienen entonces —te preguntas, mirando a tu alrededor— todos esos abucheos y mentadas de madre?


20.
Suena Radiohead, el Pablo Honey por enésima vez. Thom Yorke babea su I've been thinking about you/ so how can you sleep? por las bocinas del estéreo justo ahora. Son las tres de la mañana, las cuatro quizá, no sé, no importa, seguro ya estás dormida. Casi podría jurarlo. Ataviada con un lindo pijama de lunas y soles. Tendida cómodamente sobre una cama inédita para mí. Abrazada a un osito de peluche que yo no te regalé y que por ende no tiene mi nombre. Protegida contra malos sueños: olvidándome gradualmente. Mandando mi rostro a la papelera de reciclaje, como si fuera algo ya caduco y pasado de moda. Algo roto. Algo inservible. Mientras que aquí suena Radiohead (¡otra vez!) y yo siento cómo mis pupilas poco a poco retoman su diámetro original, y cómo, a cuentagotas, los efectos tardíos de un ácido lisérgico escurren por las paredes de mi cráneo, cediéndole el paso a una ligera resaca. Los flashbacks finales te traen en hilachas de ecos, en ráfagas inconexas de conversaciones que quizá alguna vez tuvieron lugar. Sigo tarareando tu nombre, tu nombre, tu nombre, igual que una de esas canciones de los años ochenta que se adhieren al oído como una capa de cerumen derretido. En vano he intentado ceder al primitivo instinto de crítico musical que todo lo califica malo para sentirse importante. En vano he escuchado hasta el hartazgo cada uno de mis discos y cassettes, tratando de reemplazarte con otros ritmos. Es inútil. Has vencido por mucho a los Beach Boys, a Talk Talk, a Mew, a Bradford Cox, a Thelonious Monk, a la opera omnia de José Alfredo Jiménez. Y sé muy bien que es a causa de la droga, pero no logro arrancarme del cerebro tu risa, esa risa rara que tantas veces me sacó de quicio, y que provocaba que mi ya de por sí evidente falta de seguridad en mí mismo se acentuara aún más, creyendo que era yo el depositario directo de tus burlas y chistes privados. ¿Sabes a cuál risa me refiero? Pues bien, dime cómo le hago para transcribirla, para exorcizarla de algún modo. ¿Cómo le hago para describirte sin caer en presunciones ni apologías baratas? Nuevamente las escasas palabras que conozco te quedan cortas, y, al no poder abarcarte, te etiquetan con clichés y adjetivos de cajón. Frente a mis ojos insomnes aparecen símbolos y formas abstractas. Letras. Fosfenos. Corcheas que nada dicen de ti ni me hablan como sólo tú podías. Al compás de tu aliento letra y música se fundían en perfecta armonía. Era como escuchar un arrullo y un réquiem al mismo tiempo; un medley sin desperdicio; un remix que condensaba en un instante lo infinito... Tal vez exagero, lo sé. Pero es que, de veras, así es imposible. Me siento lejano y absurdo. Me desarmo sin instructivos en busca de tus notas, rebobinando tus conciertos manualmente, como un autómata, como un onanista esquizoide refugiado en las sombras. Hace siglos que no me baño: siento las axilas resecas, el cuello adherible al polvo. Mis ojos, secos y enrojecidos (como limones exprimidos en el borde enchilado de un vaso de michelada), descansan en sus cuencas aureoladas de ojeras. Mis uñas ya consiguen herirme si las acerco demasiado al rostro. Mi cabello es una bola de estropajo sucio. Mi boca, un cenicero. Te llamaría enseguida pero creo que volvieron a cortar el teléfono por falta de pago. Quizá te enojaras y me insultaras, pero para mí sería mejor que escuchar cualquier pieza de Arch Enemy o las Babes in Toyland. Sierpes acústicas temblando en el auricular, temblando de emoción. Respiración contenida. Un chasquido de fibra óptica. ¿Bueno? Hola, sí, soy yo, qué onda, cómo has estado... No estoy seguro, pero es posible que con un poco de suerte, el tono adecuado y la mención oportuna de uno de tus seres queridos, esta vez sí lograra despertarte de tu sueño apacible.


21.
Resulta que mis padres y mi hermano volvieron antes de lo previsto. No los esperaba. Supongo que intentaron llamar primero pero descubrieron que la línea no servía. En ese momento me encontraba desnudo sobre mi cama, fumando habanos de mariguana hechos con pliegos de mi antiguo libro de Cálculo Diferencial y mi tomo de las Memorias de Lautréamont, tratando de arrancar con mis largas garras la pintura de un par de cuadritos del cubo de Rubik que no concordaban con el resto, para luego repintarlas con mis plumines de colores y hacer de cuenta que había logrado resolverlo, justo cuando un  ruido extraño me puso en alerta. Pensé al principio que se trataba de otra de mis alucinaciones sonoras, pero agucé el oído y volví a percibirlo: venía de la puerta de la entrada. Me puse en pie de golpe, sobresaltado. Debido a la brusquedad de mis movimientos, derramé varias de las latas rellenadas que se apilaban junto a la cama, formando un charco que mojó mis pies descalzos. Escuché bien: era un sonido como de llaves que no embonaban, o quizá de una ganzúa tratando de forzar la cerradura. En primer momento me vino a la cabeza que Andrea al fin se había cansado de aventar piedritas a mi ventana y gritar mi nombre en vano, y que quería tirar la puerta para averiguar si seguía con vida. Traté de hacer entrar en razón a la paranoia, pero pronto me quedé sin argumentos. Imaginé entonces que Hermann Hesse se había decidido a dar el último paso de su plan malvado, y que tras meses de espiarme, quienquiera que fuera quien lo hubiera contratado (aunque creía saber quién), dio la orden de eliminarme esa misma tarde en mi propio domicilio. Paniqueado, tomé unas tijeras de punta roma, lo más similar a un objeto punzocortante que encontré a la mano, y corrí rumbo a la entrada derrumbando en el camino montañas de libros, cassettes, discos y bolsas vacías de comida chatarra. La puerta se abrió mientas empuñaba las tijeras de arriba abajo, como un samurái practicando con su katana. Grité al mismo tiempo que mi madre, tal vez incluso más fuerte yo. Consciente de mi desnudez por vez primera, corrí de regreso al cuarto. En el estéreo, a todo volumen, sonaba Creep, la parte que habla sobre el deseo de tener un alma y un cuerpo perfectos. Lo único que se me ocurrió en ese instante fue desconectar el estéreo y la tele de un jalón, como si con eso pudiera hacer desaparecer por arte de magia todo el desmadre y la peste de los últimos días. Tirada en un rincón, con la boca abierta y los brazos en alto, la muñeca inflable parecía igual de sorprendida que todos en aquella habitación.    


22.
"Era maravillo ver cómo después de un par de giros los colores empezaban a mezclarse. Como cuando tras un bonito paseo en el que has visto un montón de paisajes preciosos decides volver a casa, así decidí yo después de un rato que era hora de poner los cubitos en orden otra vez. Fue entonces cuando me enfrenté cara a cara con el Gran Reto: ¿Cuál era el camino a casa?"
Ernö Rubik


23.
Salgo a la calle. Hace frío, pero casi he dejado de percibirlo por completo. Cada uno de mis poros, poseedores de una inteligencia que no esperaba, se comprime por voluntad propia contra sí mismos, evitándole la entrada a la continua descarga helada que vibra en el ambiente. Ha estado lloviendo mucho últimamente, veo charcos por todos lados. Oculto mi rostro detrás de mi bufanda de colores (para no incomodar a los escasos peatones que circulan a estas horas) y escondo mis manos en los bolsillos de mi pantalón, como si las tuviera infestadas de gusanos. Las calles, sin embargo, están solitarias y grises: cada vez que doy un paso, el sonido de mis suelas chocando contra el asfalto retumba como amplificado por un eco similar al de una docena de bailarines de tap. La humedad del suelo no amortigua mucho que digamos el efecto. Tampoco el material de mi calzado ayuda en estos casos. La razón es simple: hace unos días, tristemente, mi último par de tenis vivo —unos Panam cafés de escasa edad— se descosió a causa de la lluvia y el mal trato. Desde entonces tengo que andar con estos zapatos prestados de media suela que aplauden cada vez que doy un paso. Andrea se burló de mí el otro día mientras fumábamos después de coger, y me dijo que así me parezco a Gepetto, papá de Prometeo y padrastro de Pinocho, pero no sé, el caso es que yo mismo me siento ridículo. Y que me da miedo, más que nada. Sencillamente no puedo resignarme a la idea de que al fin haya llegado este momento, en el cual deje para siempre de utilizar calzado deportivo y me despida con ellos de mi Juventud Dorada. No es que me desagrade la idea de ser un anciano decrépito, para nada —quien me conoce sabe que siempre he sido fanático de las arrugas y las falsas dentaduras—, pero lo que no puedo soportar es que el proceso sea tan jodidamente lento y lleno de falsas señales. Porque, si se reflexiona con seriedad, la vejez no es una etapa de la vida que llega como consecuencia de los años sino una promesa de destrucción que va gestándose minuto a minuto. Y los tenis son un buen indicador de ése deterioro. Primero fue el hecho de elegirlos en café, un color muy serio a comparación de los morados o los verdes que llegué a calzar en sus días. ¡Y luego Panam, para acabar de chingarla!: "La marca oficial de los abuelos de México"®... Nada que ver con los Switches que iluminaron el camino de mi primera arborescencia. Ni con los Bubble Gummers de bombero. Ni con los Alien fluorescentes. Ni con los Puma que nunca conocieron el zacate y el jabón. Ni con los Nike a los que les raspé la suela en tiempo récord de una semana. Ni los Reebok de bota que me valieron durante todo tercero de secundaria el apodo mágico y aterrador de El Duende. Ni los Converse de hilo dental. Ni los Vans atestados. Ni los Adidas apestosos. Ni, en fin, del catálogo completo de vendedora de tianguis que surge ahora en mi memoria con la nitidez de un obituario en luces neón, y de la variedad de marcas que provocaban un influjo casi casi hipnótico sobre mí. ¿Por qué tiene que ser de esa forma, triste e irreversible, que se nos escape la gloria del mundo, y que ni siquiera de este frío congelante nos quede mañana una prueba en la mano? ¿Por qué esta continua sensación de morir en vida, síndrome de Cotard sin diagnóstico, este eterno funeral de adioses y hastaluegos? Tampoco es que diga que me gustaría vestir siempre así, como antaño, con pantuflas orladas y ropón de bautizo, o con mi playera de Mickey Mouse, o con corbatita y pantalones cortos a lo Angus Young, aunque la neta sí me gustaría aprender a tocar en la guitarra una que otra canción de AC/DC, porque son la onda, y dejar de sentirme patético por detenerme a atar las agujetas cada cuadra, o por asustar a las palomas y a los indigentes y tener que esquivar los charcos (¡yo, que antes hasta los pisaba adrede!) sólo porque el cuero de los mocasines absorbe la humedad y luego hay que ponerlos al sol y esperar días que parecen siglos a que vuelvan a secarse, cuando yo lo único que pido son unos tenis resistentes y un poco de paz mental para seguir caminando.


Barranca del Muerto, diciembre de 2011.